MARIA LUZ POU
En el marco del proyecto “Del Río a la Mesa: Transformaciones en los circuitos de abastecimiento, comercialización y saberes gastronómicos asociados a la pesca artesanal en las plazas de mercado del centro del Huila”, se realizaron tres jornadas de observación etnográfica con cocineras de pescado de río en La Jagua (Garzón) y Puerto Seco (Gigante), los días 19, 21 y 28 de agosto de 2025.
Las protagonistas fueron Zoila Ninco, Ana María Rojas y una tercera cocinera que prefirió mantener su nombre en reserva. Aunque cada una desarrolla su oficio en contextos distintos —Zoila en un área comedor dentro de su casa familiar, Ana María en un local en arriendo y CO3 en una caseta y restaurante propio—, todas comparten el vínculo entre la cocina, la familia y la clientela. En las jornadas de observación, que duraron entre seis y ocho horas, prepararon los alimentos, atendieron a clientes y dialogaron sobre su oficio, mientras yo acompañaba, observaba y compartía con ellas la experiencia que culminaba con la degustación de los platos servidos: viudo de bocachico, capaz sudado y viudo de capaz, respectivamente.
Estas observaciones permiten acercarse a los saberes culinarios, las dinámicas familiares y las transformaciones que atraviesan las cocineras del río en el contexto post-Quimbo. Más allá de la preparación de los platos, lo que se despliega en sus cocinas es un patrimonio cultural vivo: técnicas heredadas, terminologías compartidas y modos de relacionarse con el río que condensan memorias y resistencias.
El sonido constante de ollas, cuchillos y conversaciones familiares fue el trasfondo de las jornadas, recordando que en estos espacios el alimento también tiene vínculo, identidad e historia.
El oficio de las cocineras de pescado de río en el centro del Huila constituye mucho más que una tarea culinaria: es la materialización de saberes transmitidos por generaciones, de técnicas ajustadas a los cambios del ecosistema y de una cotidianidad marcada por la estrecha relación con el río. Entre los peces más consumidos en la región se encuentran el capaz, el bocachico y la mojarra, especies que se convierten en protagonistas de la mesa diaria y de las festividades locales.
El trabajo de las cocineras comienza desde la misma recepción del pescado, que puede llegar directamente de los pescadores o a través de intermediarios locales. Todas son o han sido pescadoras en algún momento y poseen conocimientos sobre los métodos de captura y los efectos que estos tienen en la calidad del producto, haciendo hincapié en la importancia de utilizar herramientas que cuiden el río y su fauna, de modo que, si al recogerlo el pez no está listo para su consumo, se pueda devolver al agua sin morir por el estropeo.
"Los pescadores industriales utilizan herramientas que no preservan el pez, en cambio nosotros, los pescadores de a pie, nos paramos en la orilla y pescamos con atarraya, hasta donde esta llegue; luego recogemos lo que el río nos quiera dar"
Zoila Ninco
El primer paso en la preparación ocurre mucho antes de encender el fuego: identificar el pescado y su estado. Las cocineras distinguen con facilidad las diferentes especies de la región a partir de rasgos sutiles que para ellas resultan evidentes. El capaz se identifica por los barbillones o bigotes que sobresalen de su boca y por las espinas o chuzos puntiagudos con filo tipo serrucho en sus aletas, lo que exige precaución al manipularlo. El bocachico, en cambio, se reconoce por una espina firme en la parte superior de la aleta; los pescadores suelen dejarla visible para asegurar al comprador que se trata de un ejemplar auténtico. La mojarra, por su parte, se distingue por su color tornasolado y su trompeta, denominación que le dan a su boca alargada y puntiaguda.
Las cocineras coinciden en que la textura, el olor y el color de las agallas son señales determinantes:
"El pescado está malo si al tacto burbujea, la agalla si está blanca está dañada, aunque no todas las veces, porque cuando el capaz muere ahogado la agalla se blanquea pero aún sirve".
"El pescado está ahogado cuando, al cortarlo, está lleno de agua en su sistema digestivo. Para el lavado y la limpieza primero se realiza un corte en la parte inferior del pescado para quitarle las vísceras o tripas: Siempre se le ingresa (el filo) desde donde sale la materia fecal hacía arriba (en dirección a la cabeza) luego le rajo aquí para que corte el guargüero, le cojo el guargüero, la jalo y le saco la tripita. Eso es todo, sacarle la tripa y la hiel porque es lo que daña el pescado."
El guargüero es una denominación típica de la zona que se refiere a las vísceras del pescado, entre las cuales se encuentra la vesícula biliar, con la bilis o hiel. Durante la limpieza, se debe tener especial cuidado al cortarlo, ya que si la bilis se derrama puede impregnar la carne y alterar su sabor. En caso de que esto ocurra, las cocineras recomiendan lavar de inmediato con abundante agua y eliminar cualquier resto, pues su sabor amargo no solo arruina el gusto del plato, sino también la calidad y conservación del pescado.
Luego del corte se hace otro perpendicular al anterior, también inferior, para quitarle las branquias o agallas, estas son los órganos respiratorios que permiten a los peces extraer oxígeno del agua y expulsar el dióxido de carbono. Debido a su textura y sabor poco agradables y a su alto nivel de concentración de toxinas y metales, no son de consumo habitual en la región. En este proceso, se retira también un cúmulo de grasa que llaman gordos o gorditos
"Estos gorditos, los amontono cuando tengo hartos, se sofríen y se echan para el caldo. Le dan buen sabor. – De igual manera, Ana María, también utiliza el gordo de pescado para preparar el fondo, el cual es un caldo base o preparación concentrada que se usa para sancochos o viudos".
En el lote de pescado que utiliza para mostrar el procedimiento anterior, hay un solo bocachico. Lo lava y lo prepara para refrigerarlo. Me explica que el lavado varía según el destino del pescado: no es igual cuando se va a enhielar que cuando se prepara para su consumo directo. Luego comienza a detallar —sin realizarlo en ese momento— el proceso adicional, en coincidencia con Zoila, con quien sí pude presenciar cada paso. El procedimiento consiste en desviscerar primero y luego descamar en sentido contrario a la espina —de la cola hacia la cabeza—, para finalmente tasajear el cuerpo y facilitar su consumo, reduciendo el riesgo que representan sus numerosas espinas. La tasajeada es una técnica que consiste en realizar cortes paralelos a lo largo del cuerpo del pescado hasta alcanzar la espina. El objetivo es fracturarla para facilitar su eliminación y consumo. Además, permite que los condimentos penetren mejor y reduce el tiempo de cocción.
El capaz simplemente se desviscera, también se agalla, se le cortan las barbas y le hago una zanja acá al lado– un corte transversal a lo largo de todo el cuerpo del capaz, por lado y lado–…él trae una babita, esa babita se le quita, se limpia. Se le sacan los gorditos, los huevitos… se le saca su bomba, con una cuchara lo limpio todo por dentro, lo dejo muy limpiecito, le hago esta zanjita para que le ingrese la sal y esto es todo.
Existen distintas formas de refrigerar el pescado, que dependen de la cantidad obtenida o comprada. CO3 explica esta diferencia, ya que ella y su esposo se dedican a la comercialización del producto: compran grandes volúmenes, los preparan y los distribuyen en diferentes puntos como Neiva, Ibagué y otros municipios cercanos.
-El capaz, cuando llega se pesa, lo arreglamos, lo desvisceramos y luego lo enhielamos. La enhielación, ¿cómo es?: … cuando ya llega harto (pescado) entonces se echa una capa de hielo en el piso de la nevera – me muestra una nevera sin conexión eléctrica, colocada en posición horizontal con las puertas hacia arriba – estas neveras que ya no sirven, se les saca la unidad y se usan para enhielar pescado… entonces se echa una capa de hielo, una canastilla de capaz… se le pone un papel de esos en que venía el azúcar (papel kraft), se echa otra de hielo y vuelve y se pone otra capa de pescado.
CO3 resalta la importancia de una buena refrigeración y señala que la textura del pescado cambia cuando se lo conserva con hielo en este tipo de neveras, en comparación con el resultado que se obtiene al congelarlo en un refrigerador doméstico, recurso utilizado cuando la cantidad de pescado es menor.
Las herramientas de cocina varían según el espacio y los recursos disponibles. Durante las jornadas se observaron hornallas de gas, parrillas y fogones de leña, cada uno con sus ventajas particulares. Ana María destaca que el fogón de leña permite preparar el sudado sin que el pescado se deshaga, además de aportar un sabor ahumado característico. CO3, en cambio, recurre a la parrilla para ahumar previamente la mojarra, asegurando que quede seca antes de freírla, asarla o sudarla, práctica que describe como indispensable para lograr un sabor pleno:
–Para adaptar esta parrilla colocamos mojarra, bocachico, costillas de cerdo y trucha. El pescado se sala y se prepara un adobo con tomillo, laurel, orégano, ajo, cebolla, color y sal. A veces se le agrega un poco de limón o cerveza para darle un toque de sabor. Luego se coloca en la parrilla para que se ahume y se seque; después, si la persona lo desea, puede freírse, asarse o incluso llevarlo crudo para prepararlo en casa. También puede sudarse, según el gusto de cada quien. ¡Es muy rico, la idea es que lo prueben!
Cada especie requiere un tratamiento particular, conformando un repertorio culinario amplio. La mojarra roja, por ejemplo, se fríe para resaltar su dulzor, mientras que la negra suele prepararse sudada. El capaz, en cambio, es el protagonista de caldos y, al igual que el bocachico, de los viudos: plato emblemático de la cocina ribereña.
Para la preparación del viudo, Zoila comienza condimentando el bocachico ya lavado. Cuando lo deja reposar de un día para otro, le añade ajo, pimienta y cebolla para intensificar su sabor. En esta receta se combinan hortalizas y tubérculos —productos de la tierra locales— que se ponen a hervir en agua hasta alcanzar el punto justo. Una vez el caldo toma consistencia, se incorpora el pescado, previamente untado por dentro y por fuera con el hogao, un salteado de cebolla, tomate maduro, ajó, pimentón, sal y en ocasiones cilantro.
–Aplicamos la yuca cuando el plátano está bien blandito, echamos la ahuyama, la papa y las dejamos que se ablanden en un promedio de unos 15 minutos, y ahí sí le ponemos el pescado, que es lo último; lo dejamos otros 15 minutos y ya está el viudo.
–El viudo lleva plátano, yuca, arracacha, ahuyama, papa, cebolla… es una demostración de lo que la tierra ofrece, todos estos ingredientes, a excepción de la papa, se dan a la orilla del río.
Las verduras básicas tampoco pueden faltar ya que estas son las que otorgan ese sabor particular a los sudados y al consomé.
–No pueden faltar el ajo, cebolla, apio, pimentón, tomate y cilantro. El cilantro cimarrón para el sabor, sobre todo en sudados y el de castilla picado finito lo uso para servir los caldos, consomés y en la preparación de la salsa .
–Son fundamentales la cebolla larga, cabezona, pimentón, ajo, tomate, color. Todo esto se sofríe y licúa.
Enfatiza en el uso de la cebolla larga y cabezona como base de sus fondos y salsas, al considerar que son ellas las que “dan el sabor” a cualquier preparación.
Al inicio de su jornada, Ana María prepara el consomé, la primera elaboración del día, luego del tinto, por supuesto. Lo prepara licuando el capaz, ya que su sabor característico da lo que expresan como sabor a pescado, muy apreciado por los clientes. CO3, por su parte, hace un mix licuado de capaz con mojarra y, al servirlo, añade un pequeño trozo del primero:
–Le agrego un pedacito de capaz al consomé y lo sirvo, igual que el caldo de costilla, este hace que se le sienta el sabor.
Mientras pita el capaz para el consomé, Ana María prepara el fondo utilizando la grasa o gordo de pescado. A esta base le incorpora ajo, cebolla cabezona, cebolla larga, tomate, zanahoria, habichuela y sal. Sofríe la mezcla con la grasa hasta integrar los sabores y luego la licúa, obteniendo una base concentrada y aromática.
–Si hay que calentar muchas veces tienden a desbaratarse los capaces; tratar de no ponerle tanta candela y mover suave para que no se peguen y no se desbaraten.
–El capaz y el bocachico brotan los ojos cuando ya cumplió su tiempo de sudado. Debe sudarse a fuego medio, si es arrebatado brota los ojos pero queda crudo por dentro. –Describe, enfatizando en la importancia del fuego medio, ya que el calor excesivo tiende a deshacer la carne del capaz, y que para garantizar una cocción pareja y mantener la textura, debe colocarse una cantidad precisa: En una paila se echan 6 capaces.
En el servicio, cada plato sale acompañado de complementos que completan la experiencia gastronómica. Las pataconas, el arroz, la ensalada o el consomé son elementos que equilibran sabores y texturas. Ana María, por ejemplo, sirve el sudado de capaz con yuca hervida y plátano cocido, cuidando detalles como no mojar el plátano antes de hervirlo porque, según ella:
"Queda duro… debe echarse de una vez al agua hervida porque sino no se ablanda. —Este tipo de consejos, heredados de madres y abuelas, revelan la transmisión intergeneracional de saberes prácticos que sostienen la calidad del plato.
La pulcritud en la cocina es un rasgo distintivo del trabajo de Ana María. Mantiene cada superficie limpia, lava los utensilios a medida que cocina y organiza los ingredientes de manera meticulosa. Este cuidado se extiende al servicio: los platos se presentan ordenados, con colores equilibrados y acompañamientos bien dispuestos. En sintonía con esta preocupación por la higiene y la estética, Zoila resalta la importancia del aspecto visual en la gastronomía:
Como es un plato típico, yo acostumbro (si tengo a mano) a ponerle hojas de plátano; pero cuando no, coloco unas hojitas de lechuga para servir. Al cliente todo le entra por los ojos: si tú vas a una cocina y ves la cocina puerca por todos lados, ves basura por todos lados, ves a la cocinera chorreada por todos lados así sin quimba y sin nada, ellos dicen “no, si así es la cocinera, así será la cocina”. Entonces, lo que es gastronomía todo entra por los ojos. El plato tiene que estar bien servido.
Más allá del alimento, en estas prácticas se condensan relaciones con el territorio y con la memoria. El viudo de bocachico o de capaz, que Zoila sirve tradicionalmente los domingos, no es solo un plato de ocasión, sino una manera de reafirmar la continuidad de la vida en torno al río. Las preparaciones especiales como la aloja, bebida típica regional que combina ingredientes como el trigo, arroz, piña, canela, nuez moscada, limón, clavo de olor, Zoila la elabora en celebraciones. Combinando ingredientes locales y técnicas de fermentación que refuerzan la dimensión cultural de la cocina. En cada gesto de lavado, corte, sazonado y cocción, las cocineras reproducen un patrimonio gastronómico que les pertenece y que, al mismo tiempo, comparten con sus clientes y familias.
En coherencia con su profunda conexión con la naturaleza, Zoila habla de la Madre Tierra como una figura maternal que cuida y sostiene la vida. Ese mismo vínculo se refleja en su práctica cotidiana: cuando percibe que hay gripa en el ambiente y acompaña los almuerzos de sus clientes con jugos de frutas seleccionadas para subir las defensas, como una forma de cuidado que extiende el gesto nutritivo de la Tierra a su mesa.
Las prácticas que rodean el pescado condensan una lógica del oficio basada en la observación, la memoria y la adaptación al entorno. En cada movimiento se expresa una inteligencia práctica que une técnica y territorio: el cuerpo actúa desde una memoria colectiva que ha transformado la experiencia en conocimiento. Estos gestos cotidianos, aprendidos en la faena y transmitidos entre generaciones, revelan una forma de comprender y habitar el río, donde cocinar se convierte también en un modo de cuidar su historia y su vida.
Cada una de las cocineras reconstruye su oficio a partir de un tejido de memorias transmitidas por padres, madres, hermanas o parejas, lo que otorga al acto de cocinar un carácter patrimonial.
En el caso de Ana María, su relación con el pescado comenzó en el ámbito doméstico, mucho antes de dedicarse a la venta, a sus 18 años, ya que el marido pescaba y comercializaba. Ella cocinaba para la casa.
Su trayectoria en el restaurante es más reciente, apenas cinco años, y reconoce que fue aprendiendo en el proceso desde un principio junto a unas hermanas que la orientaron. Esa ayuda colectiva fue determinante para dar sus primeros pasos en la cocina pública, lo que ilustra cómo el saber se construye en compañía y colaboración. Aun así, ella reconoce que lo esencial de su formación lo aprendió de niña, en casa, mirando y ayudando a su madre y a su hermana.
Ana María, en cambio, se reconoce heredera directa de una tradición ribereña de Puerto Seco en la que la pesca y la cocina se entrelazan. Su familia es de allí, y la casa grande de la esquina –cercana a su restaurante– le pertenece. Ha trabajado en cocinas desde siempre, en distintos restaurantes de la zona, lo que consolidó su experiencia y su vínculo con el oficio.
Su padre era pescador, y desde pequeña ella lo acompañaba en sus jornadas, observando cómo lanzaba el chile al agua —una práctica que en la región llaman hacer un tiro. Cuando enfermó de las piernas y ya no pudo salir al río, encontró otra forma de mantenerse ligado a su oficio: se dedicó a tejer redes. Por esa dedicación constante al tejido, empezaron a llamarlo “la araña”, un apodo que evocaba su paciencia y habilidad con el hilo:
–Mi padre le enseñó a sus hermanos a pescar, le decían ‘la araña’. Cuando se enfermó de las piernas y no pudo pescar tejía chile, se la pasaba todo el día tejiendo.
En la cocina, sus primeros aprendizajes también se remontan a la infancia, transmitidos por su madre. Hoy ella reconoce que esa enseñanza no se detuvo en ella, pues valora que su hija también cocina muy rico, prolongando la transmisión de saberes en otra generación.
Zoila Ninco lleva el relato más allá de lo doméstico, inscribiendo sus saberes en una dimensión histórica y política.
"Uno de mis propósitos es preservar la historia viva, la que nos enseñaron nuestros ancestros".
Para ella, cocinar pescado no es solamente preparar un alimento, sino continuar una cadena de memoria:
"Vamos tras las huellas de los abuelos."
En su historia familiar, el padre pescaba en el río y, junto con su madre, hacían cercos de piedra. Desde niña fue criada con la exigencia de asumir trabajos de fuerza, a los cinco años ya realizaba cercos de piedra con su madre. Fue a los tempranos nueve años, trabajando en casas de familia, que empezó a incursionar en la gastronomía pero, como la criaron para ser el hombre de la casa, no se dedicó a esto sino al trabajo de fuerza por muchos años. Hoy cuenta que tiene la misma sazón que la mamá y fue la insistencia de sus hijos la que la llevó a abrir el restaurante, retomando de manera consciente una herencia culinaria que en su juventud había dejado de lado.
Los relatos de las tres cocineras convergen en un punto esencial: el saber culinario no se aprende en abstracto, sino en diálogo constante con el territorio. Cada gesto en la cocina remite a una forma de relación con el río y con los otros: una madre que enseña a preparar el pescado, un marido que comparte la pesca, una hermana que acompaña los primeros pasos en la venta, unos hijos a quienes se transmiten los saberes. En ese entramado de vínculos, el conocimiento se comparte de cuerpo a cuerpo, en un proceso donde aprender equivale a habitar una historia. El río, maestro silencioso, marca el ritmo de la vida, del trabajo y de la memoria.
Preparar pescado es, entonces, una manera de mantener encendida la pertenencia al río, a sus ciclos y a las comunidades que lo rodean. En las manos de las cocineras, el acto de cocinar se vuelve tanto una práctica de subsistencia como una afirmación de identidad colectiva. Pero esa continuidad también enfrenta tensiones: los cambios ambientales y económicos han transformado el paisaje, las rutinas y las costumbres ribereñas, reconfigurando los modos de vivir y de recordar el río.
Durante las jornadas observadas, la cocina se mostró como un espacio de encuentro permanente: familiares que entraban y salían, clientes que se acercaban con pedidos, y conversaciones que se entrelazaban con el sonido de las ollas. En cada restaurante la escena se repetía con matices distintos, pero siempre giraba en torno a la ayuda mutua y a la hospitalidad como valor central.
En la casa de Zoila, la presencia familiar marcó el ritmo de la jornada. Mientras ella cocinaba, la nuera colaboraba activamente en la preparación de los platos, la nieta jugaba en la sala y los hijos entraban y salían del espacio doméstico, integrándose de forma intermitente en la dinámica del día. Más tarde, llegó un sobrino con su hijo —marido de la nuera— a almorzar en el lugar, mientras las mujeres continuaban atendiendo a los clientes, haciendo de la cocina un espacio donde el trabajo y la vida familiar se entrelazan de manera natural.
En el local de Ana María, el movimiento fue constante pero armonioso. Su hija mayor, que estaba de visita en Puerto Seco, colaboraba en la cocina junto a su madre, ayudando en la preparación de los platos, mientras la más pequeña, de tres años, jugaba tranquila en el mismo espacio. Hacia media mañana, el ritmo comenzó a acelerarse: los primeros clientes llegaron a buscar el consomé y, poco a poco, la atención se concentró en la cocina. Las conversaciones se acortaron y los gestos se volvieron más ágiles, marcando el paso de la rutina doméstica a la intensidad del mediodía. Cerca del almuerzo, su pareja se acercó a comer, en una escena que, al igual que Zoila, conservaba el carácter familiar del lugar incluso en medio de la jornada laboral.
En el restaurante de Ana María, la dinámica se organizaba con formalidad. Contaba con auxiliares y con su hija, que participaba en las tareas diarias de apoyo, mientras ella supervisaba la cocina y las ventas.
El ambiente, como en las jornadas anteriores, fue dinámico y colaborativo. Se presentaron algunas tensiones entre el personal, que se resolvieron rápidamente gracias a la intervención directa de CO3, quien mantuvo el control del espacio mostrando cómo las dinámicas laborales se ajustan y negocian constantemente dentro de la cocina.
Su esposo, dedicado a la pesca y a la comercialización, iba y venía durante el día, participando de la rutina sin interferir en el ritmo de trabajo.
A diferencia de Zoila y Ana María, CO3 ya no se encarga directamente de cocinar, aunque mantiene una presencia activa en la gestión diaria. Supervisa la atención, organiza las compras y cuida que todo funcione con orden. Su rol es el de administradora que, sin abandonar el vínculo con el oficio, delega las tareas de cocina a sus dos cocineras, quienes se alternan entre días de trabajo.
La relación con los clientes ocupa un lugar central en la práctica cotidiana de las cocineras. En las tres jornadas observadas, la atención se presentó como un aspecto fundamental del trabajo diario, que combina cercanía afectiva y sentido práctico. Para CO3, “la atención siempre es la que perdura y sostiene a su cliente”, expresión que muestra la importancia asignada al trato directo y a la continuidad del vínculo.
Ana María, por su parte, enfatiza un modo de relación más familiar: “uno los hace sentir como que son de la casa”, en alusión a la hospitalidad cotidiana que caracteriza a su espacio de trabajo.
En el caso de Zoila, el gesto de recibir al otro se asocia a una enseñanza transmitida por su madre: “todo el que llega tiene un bocado”. Su práctica incorpora además un componente pedagógico y comunitario que amplía el sentido de la cocina más allá de lo alimentario: –Alrededor de una olla siempre habrá algo que contar: cómo se conserva el medio ambiente, el río, las aves… uno como líder es una velita que empieza a alumbrar en el camino.
En los tres espacios, las interacciones se caracterizan por la cordialidad y la confianza. La relación con los clientes es cercana, forjada en la repetición de los encuentros y en la memoria compartida del gusto: un saludo, una broma o una recomendación bastan para reforzar la familiaridad. La cocina, en este sentido, funciona como un punto de convergencia donde los lazos familiares, laborales y comunitarios se renuevan cada día.
La economía cotidiana de las cocineras del Huila se sostiene en una lógica que articula precios, abastecimientos y acuerdos de confianza, donde lo económico se encuentra inseparable de lo social. Los precios no solo dependen del tamaño del pescado o de la demanda del día, sino también de la procedencia. El bocachico de río se valora como alimento legítimo y más saludable, en contraposición al de lago, asociado a la producción artificial:
–El bocachico de río vale $20.000 la libra… es mucho más saludable, como el pollo de campo. El bocachico de lago vale $15.000, es más barato pero lo alimentan con purina, con químicos –cuenta Zoila.
Esta distinción no es únicamente gustativa: organiza la manera en que los consumidores reconocen lo que significa comer natural, en oposición a lo cultivado.
El cálculo de los platos van desde $20.000 a $40.000 y se realiza a partir del tamaño del pescado, con márgenes que permiten sostener tanto el negocio como la fidelidad de los clientes.
–Yo no le tiro a la gente – expresa CO3 sintetizando una ética del precio justo que se refleja también en la transparencia con la que Ana María explica los aumentos cuando suben los insumos.
La forma de manejar sus negocios se apoya en relaciones de confianza, donde la continuidad del vínculo con los clientes se valora tanto como la ganancia económica.
El abastecimiento se organiza en múltiples escalas: Ana María compra directamente a los pescadores que llegan de noche con sus capturas, Zoila mantiene un acuerdo con la esposa de un pescador y CO3 se abastece con la pesca que coordina su esposo y la compra directa a otros pescadores.
En épocas de escasez recurren a mercados de municipios cercanos como Garzón, Hobo o Gigante.
–El bocachico lo mandamos a comprar en Gigante porque en el río no se consigue –cuenta CO3, manifestando una de las problemáticas principales que expresan quienes trabajan alrededor de pescado de río en la región.
En zonas como La Jagua, Zoila menciona que aún se practica el trueque como forma de intercambio local. Se escucha a un señor diciendo “les vendo o les cambio”, y concluye que es económicamente conveniente hacer trueque, explica, señalando que estas formas de reciprocidad siguen vigentes en la economía doméstica y permiten sostener la circulación de productos cuando el dinero escasea.
Sobre los métodos de pago el efectivo sigue siendo central, pero las transferencias por Nequi han ganado terreno. Al mismo tiempo, los acuerdos de palabra aún se mantienen vivos, por ejemplo, CO3 tiene un cliente que paga quincenalmente o después de algunos días, amparado en la confianza que da la repetición de la visita.
Las relaciones económicas de las cocineras se sostienen en un equilibrio entre la variabilidad del entorno natural y las dinámicas locales del mercado. Cada transacción —ya sea una compra directa al pescador, un acuerdo con un cliente o una venta cotidiana en el restaurante— expresa una forma de organización económica arraigada en el territorio, donde el valor del trabajo y del alimento se mide tanto por su origen como por la continuidad de las redes que lo hacen posible.
Los ritmos comunitarios marcados por celebraciones religiosas, patronales o por los cambios del clima generan variaciones en la dinámica del trabajo y en la disponibilidad del pescado. Para CO3, estos factores no alteran significativamente la intensidad de la jornada ni la oferta del menú:
–En Semana Santa aumentan las ventas y también las demoras. En San Pedro la venta de pescado se mantiene estable porque la gente (turistas) que vienen lo hacen en búsqueda de pescado. El fin de semana o día de semana puede variar, algunas veces bueno otras suave.
Explica que, aunque el movimiento fluctúe, los platos que ofrece son los mismos durante todo el año, ya que quienes visitan Puerto Seco llegan en busca de pescado sin importar la fecha.
Para Ana María, en cambio, el ritmo de la jornada se ve condicionado por la temporada climática. Ella compra directamente a los pescadores, y sabe que el verano trae abundancia mientras que el invierno dificulta la pesca:
–Cuando los ríos están muy crecidos, por ejemplo el Páez que viene de La Plata, el agua se pone muy fría y el pescado no sale. Con las crecientes (de la represa) baja, hay mucha arena y eso los mata.
Los efectos del embalse también influyen: cuando se abren las compuertas y baja arena, mueren muchos peces y la oferta disminuye. En estas condiciones, el abastecimiento y los precios se ajustan. Durante Semana Santa, el aumento en la demanda genera escasez y un incremento en los valores:
–Se consigue la libra a $18.000 en vez de $15.000 o $14.000… la gente por el ayuno de Semana Santa busca mucho el pescado, se le explica la variación en el precio y ellos entienden. Como aumenta la clientela, hay harta ganancia.
Zoila coincide en la influencia de las festividades sobre el costo de los insumos:
–En épocas festivas se consiguen los ingredientes pero más caros. Solemos mantener los precios; únicamente los tamales hemos tenido que subirles $1000.
Las temporalidades que atraviesan la vida de las cocineras —marcadas por el clima, las festividades y las fluctuaciones del entorno productivo— configuran un marco común de referencia al que cada una responde desde sus propias condiciones y recursos. Aunque las variaciones afectan de modo distinto a cada emprendimiento, todas ajustan su trabajo a los ritmos del río y a las dinámicas sociales que determinan la disponibilidad, la demanda y los precios del pescado.
En las cocinas del pescado de río en el Huila se mantienen símbolos y rituales que sostienen las prácticas. En la conversación con Zoila, el río aparece como figura central y sagrada:
–El río es como la arteria aorta que yo llevo en mi cuerpo, él es nuestro patrono, quien nos da el sustento para la familia.
El acto de cocinar adquiere también un valor espiritual que atraviesa la práctica diaria:
–Si usted no hace la comida con amor, no hay nada
afirmaba CO3 en coincidencia con Ana María:
–Toca es ponerle amor a lo que uno hace.
La vida cotidiana integra prácticas de limpieza y cuidado espiritual. Zoila describe limpiezas energéticas en el río con flores, café y música andina, y otras rápidas con jabón rey; CO3 también cuenta de purificaciones del negocio con hierbas.
Estas acciones se complementan con rituales cotidianos, como iniciar la jornada con tinto y consomé, despedir al cliente con un “a la orden”, o dejar las sobras para los perros.
Los espacios de trabajo se adornan con plantas y objetos cargados de significado que reflejan esta cosmovisión: una lámpara que en vez de tener una pantalla tradicional tiene una pequeña atarraya, imanes de peces y mariposas en la nevera, cucharas decorativas, murales con los diferentes tipos de peces, símbolos que recuerdan la conexión entre la pesca, la cocina, la naturaleza y la espiritualidad; y refuerzan la identidad ribereña..
Para CO3, ciertos signos del entorno permiten anticipar el movimiento del día. La lluvia, por ejemplo, suele anunciar ventas bajas, ya que la gente no sale; cuando en la mañana hay poca clientela, es señal de que al mediodía la afluencia aumentará. Entre esos indicios, uno de los más favorables es la aparición de chapulines verdes grandes:
–Cuando lo veo en las noches sé que la mañana siguiente va a ser buena.
En las cocinas del pescado de río, los saberes y rituales se manifiestan en gestos mínimos. Las expresiones "con amor" y “ponerle amor”, habituales en el habla hispana, se transforman en este contexto en un requisito cosmológico para que la comida tenga valor. El tinto de la mañana, el consomé del inicio y las limpiezas con flores o con jabón rey conforman un lenguaje ritual que marca un buen comienzo de la jornada. En este tejido cotidiano, cocinar mantiene vivo un sistema de creencias donde el trabajo, la fe y el vínculo con la naturaleza forman parte de una misma práctica.
Los cambios atraviesan la vida cotidiana, los paisajes, la memoria y las emociones. Cocinar pescado hoy implica enfrentarse a un entorno alterado, en el que los sabores, las especies y las formas de abastecerse ya no son los mismos.
Uno de los efectos más visibles señalados por las cocineras es la desaparición o disminución de especies emblemáticas. El bocachico, que antes circulaba en abundancia, se volvió casi una reliquia:
–Cuando abren la represa al bocachico le da miedo subir… quien lo consigue se lo guarda para comerlo con su familia” señala Zoila. Ana María también recordaba la pérdida de las subiendas del capaz:
–No hay subiendas, se acabaron las del capaz. Antes era bueno, uno cogía mucho pescado, ahora no – señalando cómo los ciclos naturales que antes marcaban el trabajo pesquero se han interrumpido.
Esa pérdida no es solo biológica: significa también la erosión de los saberes asociados a su preparación y de las memorias colectivas que giraban en torno a la pesca abundante.
El impacto se hace visible en las orillas y en la vegetación. Cuenta Zoila que donde antes había árboles maderables gigantes, orquídeas y semillas nativas, fueron reemplazados por plantas sencillas que, en sus palabras:
–No tienen nada que ver con la flora aledaña al río.
Recordaba cómo abrazaban entre cinco personas un tronco para rodearlo, árboles que ya no existen:
–Se ha perdido toda la vegetación lindante.
CO3 describió un paisaje empobrecido:
–El Magdalena se nos acaba. Ahora parece una quebrada, antes se veían muchas especies de aves, patos, gansos, loros… uno era testigo de sus migraciones.
La pérdida de biodiversidad acuática y terrestre afecta tanto el equilibrio del ecosistema como la identidad cultural de las comunidades que se reconocen en el río.
Los efectos en la calidad del agua son otra de las marcas más repetidas en sus relatos. Varias coincidieron en haber visto peces muertos en la orilla tras las descargas de agua contaminada:
–Uno veía el pescado muerto cuando soltaban el agua sucia que olía a feo – resalta Ana María y detalla cómo los restos de árboles cortados y animales muertos quedaban atrapados en el agua represada, que luego era liberada río abajo el pescado seguro se alimentaba de eso y morían, se veían todos botados en la orilla.
El impacto económico y laboral también es parte de sus memorias. Ana María relató cómo antes podía sacar hasta 25 libras de pescado en una jornada de pesca, mientras que después de la represa apenas lograba cuatro. CO3, desde su labor como comerciante, calcula que alrededor del 2010 al 2012 alcanzaban a conseguir 1000 libras diarias para revender en Ibagué, Neiva, Pitalito y Garzón; hoy llegar a ese número es imposible. Para Zoila, la construcción de la represa significó empezar de cero: dejó el trabajo agrícola y buscó en la cocina una nueva forma de subsistir.
Los desalojos y el desarraigo dejaron huellas profundas. Varias veces recordaron escenas de violencia contra campesinos que resistían en sus tierras. Zoila relataba a personas atadas a un palo y las autoridades tumbando las casas con motosierra mientras los insultaban:
–Les decían “Viejos hijueputas, nacieron acá pero acá no se van a morir” –y con lágrimas en los ojos recuerda –tiraban a los niños al río, para que los padres corrieran a buscarlos dejaran de resistir.
CO3 evocaba el daño moral que sufrió su hijo mayor al presenciar la destrucción de su entorno cuando aún era niño, lo cual lo llevó a irse de Puerto Seco cuando creció.
El hijo de Ana María ya no puede dedicarse a la pesca, trabajo con el que sustentaba sus cultivos de plátano, debido a la escasez de peces. Ha decidido buscar un trabajo fijo lejos de la zona.
Las cocineras también recuerdan intentos de mitigar el daño, como las siembras de peces organizadas en la zona. Ana María señalaba que la comunidad participó activamente, pero el esfuerzo resultó inútil frente a la apertura y cierre de compuertas:
–El Quimbo hizo siembra de pescado y la comunidad ayudó, harta siembra. Pero con ese abre y cierre de compuertas ellos mismos los mataron.
En la vida cotidiana, estas transformaciones se traducen en prácticas nuevas: recurrir a intermediarios para conseguir pescado, aceptar la escasez como normalidad y adaptar los menús a lo que se logra comprar. El trabajo de cocinar se vuelve más incierto, atravesado por la necesidad de explicar a los clientes por qué no hay cierto tipo de pescado, por ejemplo, Ana María estuvo tres minutos de reloj dándole explicaciones a unos clientes habituales de por qué no había bocachico… finalmente, y con resignación, se animaron a pedir otro plato.
Las voces de las cocineras permiten comprender que el Quimbo fue un hecho que reconfiguró la ecología, la economía y la vida emocional de las comunidades ribereñas. El río cambió, y con él lo hicieron las prácticas y los sentidos de quienes dependen de su caudal para vivir y transmitir sus saberes. La cocina, en este escenario, aparece como un lugar de resistencia: un espacio donde se intenta mantener vivas las recetas, los sabores y las memorias, aun en medio de un paisaje transformado.
Las cocineras del pescado de río han debido desplegar un repertorio amplio de adaptaciones y estrategias para sostener sus economías familiares y su oficio frente a los cambios ambientales y sociales. La cocina de pescado no constituye un trabajo aislado: se articula con la pesca, la agricultura y otros oficios que aseguran la subsistencia. Como es el caso de Zoila que aún hoy sigue haciendo muros de piedra.
A Ana María, las transformaciones del río la obligaron a diversificar las actividades. Cuando renunció a la cafetería, donde trabajó desde el 2011 hasta el 2022 contratada por EMGESA, se dedicó a la minería artesanal y a la pesca, y más tarde incorporó el cultivo de plátano. De ese cultivo se ocupa con su familia, aprovechando los lunes o los días más tranquilos para descalcetar, término utilizado para referirse a la limpieza de las matas de plátano, a las que incluso abonan con la ceniza de la leña usada en la cocina. Ella misma reconoce cómo las mujeres adecuan su práctica pesquera a las condiciones del río:
–Las mujeres pescan en tramos más suaves… los hombres buscan más, van río arriba si no encuentran.
CO3, por su parte, recuerda que antes del Quimbo ella y su esposo podían comercializar las grandes cantidades de pescado con un comisionista y transportar la producción en su camioneta. Tras las dificultades del embalse, buscaron nuevas opciones: primero intentaron con cultivos de melón —una experiencia que terminó en pérdidas del vehículo y de dinero a causa de una estafa—, y luego apostaron por la construcción de un restaurante familiar. Esa decisión supuso transformar su modo de vida.
En cuanto a la comercialización, la siguen haciendo, empacan el pescado y lo transportan en busetas, tipo encomienda.
También han sabido capitalizar recursos puntuales, como la venta de 5000 colinos de plátano, que les permitió comprar un terreno donde levantaron la caseta de venta de café, la casa y el restaurante actual.
En el caso de Zoila, la estrategia de adaptación ha sido múltiple. Antes de la construcción de la represa El Quimbo trabajaba en fincas de arroz, tabaco, maíz, haciendo cercos y desmontando terrenos (estos dos últimos aún los realiza). Después del Quimbo cuenta que tuvo que empezar de cero:
–Era inventar algo o salir corriendo.
Empezó a trabajar como cocinera en restaurantes pero pagaban muy poco y la carga horaria era mucha, de 5 am a 8 o 10 pm, sin nada de ley. Decidió independizarse y a cocinar por encargos. Hoy, hace un año que tiene el restaurante en su casa donde ha incorporado nuevas recetas, como los famosos tamales con ají y garbanzo, muy solicitados en la zona.
Lo que aparece en común en las tres experiencias es la creatividad para reinventarse frente a las crisis. De la minería a la agricultura, de los intentos de comercialización a la gastronomía, de los trueques locales a los proyectos colectivos, las cocineras y sus familias han ensayado diversas alternativas para sostenerse. Cada ajuste implica redefinir roles familiares, reacomodar rutinas y movilizar saberes transmitidos. En este sentido, las adaptaciones no solo evidencian la precariedad que trajo el embalse y la transformación del río, sino también la resiliencia de quienes, desde la cocina y el trabajo diario, han hecho de la búsqueda de estrategias una forma de resistencia y continuidad de vida.
Las cocineras del río, además de sostener sus economías domésticas a través de la gastronomía y el trabajo cotidiano, piensan en el futuro con la conciencia de que sus oficios dependen de un ecosistema frágil y de políticas que no siempre han reconocido su papel. En sus relatos aparece un horizonte de aspiraciones personales y colectivas que las ubica como sujetos políticos: mujeres que no solo cocinan, sino que reclaman derechos, imaginan alternativas y demandan condiciones para poder continuar con sus modos de vida.
La experiencia de pertenencia a organizaciones como Asoquimbo ha dejado en algunas una mezcla de esperanza y desencanto. CO3 y su familia han sido parte desde sus inicios, sumándose incluso a los paros que buscaban evitar el desvío del río. Sin embargo, la falta de resultados concretos les genera frustración:
—Somos socios de Asoquimbo, pero no nos ha servido de nada.
Desde su mirada, políticas de manejo pesquero más responsables —como el establecimiento de vedas temporales— serían una condición básica para recuperar el recurso:
—Deberían dar veda, de esa forma podrían solucionar la escasez. Acá no la hay, me refiero a la zona de compuerta a compuerta, de Quimbo a Betania.
Zoila, por su parte, sitúa sus expectativas en los programas estatales de tierras productivas que comenzaron a implementarse en la región.
—El único al que realmente le ha interesado la comunidad es al presidente Petro —afirma Zoila, recordando la promesa de la Agencia Nacional de Tierras de entregar predios a las familias afectadas. La redistribución de tierras se vive como un acto de justicia largamente esperado, pero también cargado de tensiones internas:
—Lotearon la finca La Guandinosa, frente a la mano del Gigante, para entregarle terreno a las comunidades. Tiene 40 puntos de agua y 1260 hectáreas —cuenta, señalando que el reparto genera conflictos por los territorios de siembra. La expectativa de “dos hectáreas para cada familia” aparece como una posibilidad de recomponer el vínculo con la tierra, aunque los problemas de coordinación comunitaria muestran que no basta con entregar recursos materiales, sino que se requieren procesos de acompañamiento y mediación para garantizar su sostenibilidad.
Ana María, en cambio, enfatiza en su discurso la capacidad de aprendizaje constante como estrategia para adaptarse a un entorno cambiante:
—Hay que aprender de cada trabajo —reflexiona. Su aspiración no está únicamente ligada a grandes transformaciones políticas, sino a la posibilidad de fortalecer sus propios saberes y oficios para sostener la vida cotidiana. Esta actitud, aunque más personal, también es política en la medida en que reafirma un ethos de resiliencia y agencia frente a contextos adversos.
En conjunto, las proyecciones de las cocineras del río revelan una conciencia compartida: su futuro depende de condiciones estructurales que las exceden —como el acceso a tierra, la regulación de la pesca y el acompañamiento institucional—, pero también de las capacidades locales para organizarse, aprender y resistir. Al hablar de lo que esperan, se posicionan como actoras políticas que interpelan al Estado, a las empresas y a la propia comunidad. Su cocina, entonces, no solo alimenta, sino que también se proyecta como un espacio desde el cual imaginar y reclamar un porvenir más justo.
El río Magdalena, como territorio hidrosocial, está repleto de sentidos y usos pero también de disputas que van desde la subsistencia alimentaria hasta la producción energética de gran escala. Las cocineras del río encarnan, en sus prácticas y relatos, una lectura situada de estos conflictos: sus cocinas son el lugar donde se condensan las transformaciones ambientales y las relaciones de poder que configuran la vida ribereña.
Las represas han modificado radicalmente la ecología del río y, con ello, la forma en que los habitantes se relacionan con él. Lo que antes eran técnicas cotidianas de pesca hoy se han visto reducidas por el exceso de arena y el control artificial de las aguas. La apertura y cierre de compuertas, sumada a los sedimentos, no solo disminuye la disponibilidad de especies sino que también erosiona la confianza en el río como fuente estable de vida. Como expresó Zoila:
—Desde la laguna del Magdalena hasta la desembocadura de Ceniza, el río está vendido. —Evidenciando que la percepción local ya no es la de un bien común, sino la de un espacio mercantilizado.
La noción de territorio hidrosocial permite observar cómo la gestión del agua se convierte en un ejercicio de poder. Las empresas, además de regular caudales, también terminan regulando tiempos de pesca, posibilidades de consumo y hasta las expectativas de futuro de quienes dependen del río. Ana María lo describió desde su experiencia laboral inicial en el proyecto:
—Era una esclavitud. No me pagaban horas extras ni me daban vacaciones. Me cansé y renuncié. —La precarización del trabajo y la manipulación de datos técnicos de los que pudo ser testigo, demuestran cómo el control sobre el agua se articula con un control sobre los cuerpos y saberes de la población.
Las cocineras relatan también formas de resistencia y contra-narrativa. Cuando se les decía que la tierra no servía para cultivar, la comunidad sembraba y filmaba sus cultivos para desmentirlo:
—EMGESA decía que la tierra no era fértil. Las personas empezaron a sembrar y a hacer videos con las plantas crecidas, demostraron que sí era fértil.
El poder circula de manera desigual. EMGESA aparece en las voces de las cocineras como un actor con capacidad económica, política y coercitiva. Según Zoila, ofrecían hasta 2000 millones de pesos por fincas que valían 800 millones; cuando los dueños no aceptaban, depositaban el dinero en las cuentas y procedían al desalojo.
—Ellos tienen el poder de las armas y nosotros no. A punta de gases lacrimógenos nos sacan porque uno no aguanta. —Relata Zoila sobre las resistencias llevadas a cabo por los campesinos para que no les quitaran sus tierras.
Pero en los márgenes de ese poder se gestan resistencias: paros de hasta 16 días, “batallas campales” en los puentes, asociaciones como ASOPEJALTRA (Asociación De Pescadores del Centro Poblado de La Jagua Con Alternativas De Trabajo en el Municipio de Garzón) que, aunque nacidas en condiciones adversas, encarnan deseos de organización colectiva. La violencia —incluyendo asesinatos de líderes locales— revela que el control del agua es un campo de conflicto donde se enfrentan proyectos de vida y de muerte.
CO3 también recordaba que las orillas del río fueron entregadas a la empresa y que la alcaldía de Gigante participó en los desalojos:
—La alcaldía de Gigante los desalojó para entregarle los terrenos a la empresa… tumbaron matas con motosierra y guadaña, aunque dejaron algunas —y agrega sobre el impacto ecológico —El río tiene mucha arena, por eso no salen tanto los peces. El pescado no tiene su hábitat lo que genera que la actividad de pesca entre más días se nos esté acabando… El Estado permitió, firmó y no se dio cuenta de todas las familias y personas afectadas.
A la par de los conflictos por la tierra, las transformaciones ambientales continúan afectando el equilibrio del ecosistema. La pérdida de biodiversidad también se hace visible en los relatos de Zoila, quien menciona los cambios en la fauna acuática. Las mojarras carnívoras que actualmente predominan en el río, como relata CO3:
—Acá se consigue mojarra negra y roja. No se acaba porque se escapan de las jaulas de la represa y se reproducen en todo el lago. Se escapan por los vientos y por las babillas que rompen las redes de las jaulas y dejan agujeros por donde salen los alevinos y peces.
Zoila expresa que esto es un problema, debido a que estas se comen los huevos de las especies nativas:
—El capaz pone sus huevos en las piedritas y eso es un manjar para la mojarra.
Las cocineras del pescado de río ocupan un lugar privilegiado para pensar el poder desde una perspectiva hidrosocial. Sus prácticas diarias de compra, preparación y venta de pescado están atravesadas por decisiones corporativas globales y políticas estatales, pero al mismo tiempo sostienen la memoria de un río vivo cuyo caudal transporta agua, historias, saberes y modos de vida que resisten a desaparecer.
La observación de las cocineras del río Magdalena en la ribera Huilense, permitió iluminar con nitidez las transformaciones que atraviesa el departamento tras la construcción del Quimbo. Lo que alguna vez fue un territorio fluvial caracterizado por la abundancia de especies y la integración de la pesca artesanal con los circuitos domésticos y comunitarios, hoy se encuentra atravesado por la escasez y la necesidad de reconfigurar prácticas económicas. En este escenario, la cocina adquiere un lugar central donde se condensan memorias de resistencia, se reinventan estrategias de subsistencia y se sostienen identidades culturales que, aunque golpeadas, continúan ancladas al río.
Desde la antropología, se observan los significados culturales que adquieren las prácticas culinarias y las formas de relación con el río como parte de un sistema simbólico compartido.
La mirada sociológica permite reconocer las redes de confianza, los intercambios y las formas de organización comunitaria que sostienen la economía del pescado a través de vínculos entre pescadores, cocineras y clientes, donde la palabra, la ayuda mutua y la continuidad de las relaciones aseguran el funcionamiento del circuito económico local.
Desde el plano político, emergen con claridad las asimetrías de poder entre comunidades y empresas, en las desigualdades que estructuran el acceso al agua y en las estrategias de resistencia que emergen en lo cotidiano. El diálogo entre estas disciplinas muestra un territorio hidrosocial en disputa: mientras la lógica extractiva busca mercantilizar el agua y sus orillas, las cocineras reafirman el valor del alimento como herencia, vínculo y posibilidad de futuro.
Durante el trabajo de campo surgieron límites y preguntas que abren nuevas líneas de investigación. No profundicé demasiado en ciertos temas sensibles, como las irregularidades durante la construcción de la represa, porque consideré que podrían comprometer la seguridad y la confianza de las entrevistadas sobre el propósito del proyecto. También observé la marcada división de género en el oficio: las mujeres sostienen la cocina y los hombres aparecen solo como comensales.
Me queda pendiente ahondar en los interrogantes sobre qué aspectos de la cultura del río se han perdido completamente y cuáles se mantienen vivos en las prácticas cotidianas, así como sobre cómo las políticas ambientales y de ordenamiento territorial dialogan con los saberes locales.
Me gustaría profundizar en las historias personales para comprender cómo, a través de sus experiencias con el río, cada mujer ha construido y resignificado su identidad. En esos relatos cotidianos se vislumbran los procesos mediante los cuales el vínculo con el agua, la pesca y la cocina se convierte en una parte esencial de quiénes son y de cómo entienden su lugar en el mundo ribereño.
Al comienzo, mi presencia generó cierta reserva, que con el paso de la jornada se transformó en confianza y colaboración. En algunos momentos, sin embargo, noté que mi intervención generaba variaciones en la dinámica del trabajo: las cocineras interrumpían sus tareas para responder y, en dos ocasiones, mi presencia pareció moderar tensiones familiares y laborales. Escuchar los relatos sobre el desalojo y la pérdida del río despertó en mí emociones intensas —indignación, tristeza, admiración— y el deseo de registrar con justicia sus voces. En ese proceso surgió el dilema ético de cómo narrar el dolor sin exponerlo ni convertirlo en objeto. Comprendí que la escritura etnográfica puede ser también una forma de cuidado: un espacio para reconocer la dignidad y la fortaleza de quienes, pese a todo, continúan sosteniendo la vida junto al río.